17/1/11

El viento es un niño…
Por Jesus Gastelum

Vagando por los pueblos
Busca la calma del jardín
Para deleitar a las rosas
Y entretenerse con el jazmín.

Se sube entre los árboles!
Tumbando las manzanas
Deshojándole los brazos
Y espantando los canarios.
Mientras bájase de pronto
Para treparse ahí de nuevo.

Y arriba van las nubes!
Esperándolo a que suba
Y acarrearlas por el cielo
Cual rebaño hacia sus cunas.
Mas descalzo va en las calles
perseguido en la hojarasca
saltando entre las piedras
caminando por las charcas.

Huye el viento por el campo!
Con su libertad de pájaros
Entre las yeguas y caballos
Que se echan en el pasto.
Luego llega a los trigales
Dispersando las espigas
Despertando las palomas
Que alimentan a sus crías.

Dulce revuelo de hojas!
Oh, travieso niño
Entrando por las casas
Azotándome las puertas
Y huyendo en las ventanas
Redoblando tenedores
Y doblando las cucharas
Como una banda única
De metales y campanas.

Mas no se cansa el niño viento nunca.
Y de pronto viene a mí entre la distancia
Así acarreándome de plumas blancas,
Canciones viejas y fragancias largas.

Oh! necio niño sobre mi hoja clara
Deseando ver el verso que le escribo
A mi novia amada.

16/1/11


Que no te maten ellos
Por Javier Padilla

Despertó con ganas de morirse. Se sentó en el bordo del lecho y las plantas de sus pies descansaron en el fresco del tepetate. Hubo veces que llegó a culpar a Dios de haber perdido a sus viejos, después se arrepentía. Con la espalda arqueada más bien por la mala costumbre que por los años que cargaba, apoyó el codo izquierdo sobre la rodilla y se estiró para abrir el cajón del buro. Sacó un revólver que descansaba encima de una estampa de Jesús con la insignia “Viva Cristo Rey”. Examinó el arma entre sus dos manos. Era una .45 que su padre había usado en los comienzos de la revuelta. “Si te agarran ya sabes que hacer;” le dijo y le dio el revólver, “no les digas donde esta el cura y no les des el gusto de que sean ellos los que te maten.” Estaba todavía tal y como se la había dado: con tres municiones en el cilindro. Entonces le invadieron los pensamientos. Titubeó en sus intenciones pues la conciencia le remordió con la cuestión de cometer doble pecado al quitarse la vida con la misma pistola con que su padre había combatido a aquellos que mataban a los que defendían a Dios. Sin embargo tomo el revólver con la mano diestra y se lo llevo a la sien.
Se alcanzaba a distinguir en su cara líneas verdosas en la piel quemada por el sol. Una de esas venas cruzaba el boquete de la pistola. El frio del metal en el pellejo le volvió a recobrar razón en la seriedad de su propósito. Había perdido toda su familia a causa de la lucha. Apresaron a su padre en su jacal y dos días después lo encontraron colgado de un mezquite para el escarmiento de los demás. “Si haigan sabido que yo era su hijo a mí también me matan- eso pensaba a causa de los recuerdos -pero no me encontraron nada, ni la estampa que me regalo mi madre.” Cuando lo soltaron su madre ya no estaba. Nadie le supo dar razón.
Sabía que tarde o temprano lo vendrían a buscar. No le quedaban ganas de vivir. “Se sufre más” -pensó. Entonces escuchaba a su madre. “Para alcanzar la gloria de Dios hay que hacer muchos sacrificios”. Los ladridos de los perros opacaron aquella voz pero no lograron distraerlo lo suficiente como para que bajara el codo de la altura de su hombro. La puerta se abrió al primer culatazo y vio a dos soldados en la penumbra de la entrada que no esperaban encontrar a alguien y mucho menos con pistola en mano. Se acordó de su padre ahorcado pero desperdició la oportunidad y los tres tiros en el primer soldado.
Por Jesus Gastelum
Canten pájaros, canten!
Antes que yo me muera.

Canten mientras yo palpite en esta tierra.
Levántense y desplúmense en mi cabellera.
Canten porque de sus cantos resonantes
Amanecen y se elevan mis palabras delirantes.
Compartan el secreto que me oculta la magnolia.
Quiébrense de modo que despierten las estatuas
Y la tarde baje a su tumba alegremente muerta.
Extiendan por el cielo sus grandiosas redes
Para que el viento las redoble con sus manos
Cual las viejas cuerdas de un arpa encantado.

Dóblense, Oh! Fieles mis huérfanos,
Que huyen y regresan a mis ojos solitarios
Siervos que alimentan mis ansiosos huesos
Con el coro interminable de la tierra inmensa.