José Javier Padilla-Ensayo
Yo, calavera
¿ Por cuánto tiempo muere el hombre?
¿ Qué quiere decir para siempre?
-Pablo Neruda
Desde hace tiempo que me quiero morir. Y no hay nada mejor que morirse cuando se tienen ganas. Pero el verdadero mérito no está en cometer suicidio, sino en encontrar la muerte y apresurar el negocio de terminar la vida. Es por so que llevo días tratando de encontrar mi muerte para proponerle el trato fatal. A pesar de que todavía no la encuentro mi entusiasmo por dar con ella no ha disminuido. Sino al contrario. Cuando la encuentre el hallazgo será más victorioso o mejor dicho más fatal.
He dicho que desde hace varios días he venido preguntando por mi muerte, y hasta le pedí a una muerte ajena que me diera razón de ella. Pero aquella muerte de pronto calmo mis ímpetus.
-Los asuntos de perder la vida solo se arreglan con tu propia muerte.- dijo de mala manera. Y así es que emprendí en la tarea de encontrar mi muerte con una determinación irreversible. Después de caminar varias horas me encontré, enfrente de una cantina, a la Huesuda Mayor, la muerte que se lleva a todos los viejos, la que más clientes tiene y la más paciente también. La miré directamente a sus ojos vacios. Ella también me miró y me noto cansado. Se acercó un poco y noté que sus huesos estaban más carcomidos que nunca. “Creo que me voy a morir” -bromeó con el talante cansado. Le invité un trago porque al fin de cuentas estaba seguro que no la volvería a ver. “No moriré de viejo” pensé entre mi mismo para no insultarla. Al entrar a la cantina llamada La Tumba, la Huesuda confesó que se iba a quedar varios días en el pueblo y también confeso que cuando hacia viajes se llevaba a más de uno. Cosa que todo el mundo sabía pero nadie nunca lo había confesado tan descabelladamente. Nos tomamos dos cervezas. La muerte miraba el reloj de reojo. Le platique que me interesaba morirme y me rebelo que existían unas tierras donde vivían todas las muertes y sin ningún remordimiento me rebelo el camino. Volvió a mirar el reloj. La Huesuda Mayor se levanto despacio y caminó, aun más lenta y con algo de alcohol en los huesos, hacia el joven forastero. “no me digas que las calacas también cagan” bromee esperando que revelara lo que en realidad estaba a punto de hacer. Volvió su cráneo hacia mí y dijo más seria que nunca: “los planes de vengar una muerte se propusieron hace mucho tiempo pero está entre el destino y yo en fijar la hora”. La muerte se miraba nostálgica y triste. Se preparaba al ritual de la muerte. Llego, la muerte, donde el joven forastero y se fue penetrando en su cuerpo como si fuera su propio pellejo. Entonces el forastero se levanto, ya con la muerte adentro y camino hacia la mesa donde se encontraba el coronel Navarro. Alcance a ver que la mano de la muerte buscaba la pistola y fueron los dedos esqueléticos de la huesuda, penetrados en la mano del forastero, que apretaron el gatillo y dispararon contra el coronel.
Con el ánimo destrozado por no haber sido yo el que muriera, seguí en mi empresa de encontrar mi muerte. Desatento a mí alrededor recorrí varios kilómetros por el camino, que de acuerdo a la Huesuda Mayor, me llevaría a donde las muertes. El pueblo se quedo atrás. El camino se hizo más angosto, más solitario y después de muchas horas me pareció infinito. Pensé que si cada quien carga con su propia muerte entonces como era que esta fuera tan difícil de encontrar. Conforme caía la noche y cargando la fatiga de un largo recorrido sin ninguna esperanza de encontrar la muerte, me dispute a dormir un poco con la ilusión de no amanecer.
En la mañana siguiente, antes que me despertara el fracaso de no haber muerto, me despertó un alboroto que recién no pude descifrar con exactitud. Parecía el ruido al salvaje trote de una manada de bestias, se confundía también con una cuadrilla de gente alborotada o con una especie de pelotón perteneciente a los de otro siglo. Por fin apareció un batallón de alrededor de trescientas calaveras que hacían vibrar la tierra. El paso del batallón era con ritmo torpe pero siempre veloz. En medio del estruendoso vibrar de los esqueletos, logre apartar a una calavera. Le pregunte rápidamente que a donde se dirigían tantas muertes. “somos las encargadas de las muertes causadas por las epidemias” contestó apresurada pero alcanzó a añadir que se dirigían a un pueblo al extremo del continente cuyo nombre no logré retener. Después que desapareció el batallón a lo lejos, me quedé tan aturdido que creí oír la trácala de los esqueléticos cuerpos todavía cerca por un largo tiempo. Estaba seguro que las huellas del batallón me llevarían al lecho de todas las muertes: a la ciudad de las calaveras. Calculé que debía de estar cerca y despreocupado me olvide de tener en cuenta mi ubicación. Después de varios días los vestigios desaparecieron y yo a la mitad de no sé qué parte del mundo me encontré perdido. Sin embargo, seguí caminando con unas ganas que crecían desmesuradas con la ilusión de morirme.
Habían pasado varias semanas y mis ropas se hacían desgastadas; mi barba creció sin alguna simetría, mis pies entorpecieron por la fatiga y a mis hombres se añadió un peso agotador. El cansancio se apodero de mí. Ya entonces, durante el día, descansaba más de lo que avanzaba. Pero la determinación que persistía mis entrañas por encontrar la ciudad de las Calaveras no me dejo morir a pesar de que morir era lo que más deseaba.
Sucedió entonces en mi andar que tropecé con la muerte de la soledad. Estaba seguro que aquella era mi muerte. Creí sentirme muerto por un momento pero solo confundí la muerte con el sentimiento de la felicidad. Y he aquí que me veo comprometido a explicar tan absurda confusión, pero esta es razonable si se recuerda que el único propósito en mi vida, para ese entonces, era morirme, y eso, lo único que me haría feliz. En el aislamiento de sus pasos apenas dejaba notar su presencia. No se interesaba por lo que ocurría mas allá de su armazón. Tanto así que cuando paso junto a mí, ni siquiera levanto la mandíbula para verme. Creo que no advirtió mi presencia. Fue entonces que percibí otras tierras. Distinguí, lo que parecía intacto de desastres, otro paraíso natural. Todo era un silencio absoluto. Confundí la tranquilidad de ese lugar con la paz de los muertos. Me percate de un rio cuyas aguas yacían mas inmóviles que los propios difuntos y con tropiezos bajé una pequeña colina para llegar hasta sus aguas; al llegar vi tantas muertes que parecían, en aquellas tierras, un hormiguero de Calaveras. Sin darme cuenta había llegado al paraíso de los inmortales donde viven todas las calaveras por la única razón de que el resto del mundo es tan mortal que hasta las propias calaveras corren el riesgo de estirar la pata.
-Busco mi muerte, quiero morir- le dije a la muerte más cercana.
-Ah Suicidio! cada vez que regresas dices lo mismo- contestó la calavera. Incliné la cabeza aún sin entender y vi los huesos de mis manos.
Yo, calavera
¿ Por cuánto tiempo muere el hombre?
¿ Qué quiere decir para siempre?
-Pablo Neruda
Desde hace tiempo que me quiero morir. Y no hay nada mejor que morirse cuando se tienen ganas. Pero el verdadero mérito no está en cometer suicidio, sino en encontrar la muerte y apresurar el negocio de terminar la vida. Es por so que llevo días tratando de encontrar mi muerte para proponerle el trato fatal. A pesar de que todavía no la encuentro mi entusiasmo por dar con ella no ha disminuido. Sino al contrario. Cuando la encuentre el hallazgo será más victorioso o mejor dicho más fatal.
He dicho que desde hace varios días he venido preguntando por mi muerte, y hasta le pedí a una muerte ajena que me diera razón de ella. Pero aquella muerte de pronto calmo mis ímpetus.
-Los asuntos de perder la vida solo se arreglan con tu propia muerte.- dijo de mala manera. Y así es que emprendí en la tarea de encontrar mi muerte con una determinación irreversible. Después de caminar varias horas me encontré, enfrente de una cantina, a la Huesuda Mayor, la muerte que se lleva a todos los viejos, la que más clientes tiene y la más paciente también. La miré directamente a sus ojos vacios. Ella también me miró y me noto cansado. Se acercó un poco y noté que sus huesos estaban más carcomidos que nunca. “Creo que me voy a morir” -bromeó con el talante cansado. Le invité un trago porque al fin de cuentas estaba seguro que no la volvería a ver. “No moriré de viejo” pensé entre mi mismo para no insultarla. Al entrar a la cantina llamada La Tumba, la Huesuda confesó que se iba a quedar varios días en el pueblo y también confeso que cuando hacia viajes se llevaba a más de uno. Cosa que todo el mundo sabía pero nadie nunca lo había confesado tan descabelladamente. Nos tomamos dos cervezas. La muerte miraba el reloj de reojo. Le platique que me interesaba morirme y me rebelo que existían unas tierras donde vivían todas las muertes y sin ningún remordimiento me rebelo el camino. Volvió a mirar el reloj. La Huesuda Mayor se levanto despacio y caminó, aun más lenta y con algo de alcohol en los huesos, hacia el joven forastero. “no me digas que las calacas también cagan” bromee esperando que revelara lo que en realidad estaba a punto de hacer. Volvió su cráneo hacia mí y dijo más seria que nunca: “los planes de vengar una muerte se propusieron hace mucho tiempo pero está entre el destino y yo en fijar la hora”. La muerte se miraba nostálgica y triste. Se preparaba al ritual de la muerte. Llego, la muerte, donde el joven forastero y se fue penetrando en su cuerpo como si fuera su propio pellejo. Entonces el forastero se levanto, ya con la muerte adentro y camino hacia la mesa donde se encontraba el coronel Navarro. Alcance a ver que la mano de la muerte buscaba la pistola y fueron los dedos esqueléticos de la huesuda, penetrados en la mano del forastero, que apretaron el gatillo y dispararon contra el coronel.
Con el ánimo destrozado por no haber sido yo el que muriera, seguí en mi empresa de encontrar mi muerte. Desatento a mí alrededor recorrí varios kilómetros por el camino, que de acuerdo a la Huesuda Mayor, me llevaría a donde las muertes. El pueblo se quedo atrás. El camino se hizo más angosto, más solitario y después de muchas horas me pareció infinito. Pensé que si cada quien carga con su propia muerte entonces como era que esta fuera tan difícil de encontrar. Conforme caía la noche y cargando la fatiga de un largo recorrido sin ninguna esperanza de encontrar la muerte, me dispute a dormir un poco con la ilusión de no amanecer.
En la mañana siguiente, antes que me despertara el fracaso de no haber muerto, me despertó un alboroto que recién no pude descifrar con exactitud. Parecía el ruido al salvaje trote de una manada de bestias, se confundía también con una cuadrilla de gente alborotada o con una especie de pelotón perteneciente a los de otro siglo. Por fin apareció un batallón de alrededor de trescientas calaveras que hacían vibrar la tierra. El paso del batallón era con ritmo torpe pero siempre veloz. En medio del estruendoso vibrar de los esqueletos, logre apartar a una calavera. Le pregunte rápidamente que a donde se dirigían tantas muertes. “somos las encargadas de las muertes causadas por las epidemias” contestó apresurada pero alcanzó a añadir que se dirigían a un pueblo al extremo del continente cuyo nombre no logré retener. Después que desapareció el batallón a lo lejos, me quedé tan aturdido que creí oír la trácala de los esqueléticos cuerpos todavía cerca por un largo tiempo. Estaba seguro que las huellas del batallón me llevarían al lecho de todas las muertes: a la ciudad de las calaveras. Calculé que debía de estar cerca y despreocupado me olvide de tener en cuenta mi ubicación. Después de varios días los vestigios desaparecieron y yo a la mitad de no sé qué parte del mundo me encontré perdido. Sin embargo, seguí caminando con unas ganas que crecían desmesuradas con la ilusión de morirme.
Habían pasado varias semanas y mis ropas se hacían desgastadas; mi barba creció sin alguna simetría, mis pies entorpecieron por la fatiga y a mis hombres se añadió un peso agotador. El cansancio se apodero de mí. Ya entonces, durante el día, descansaba más de lo que avanzaba. Pero la determinación que persistía mis entrañas por encontrar la ciudad de las Calaveras no me dejo morir a pesar de que morir era lo que más deseaba.
Sucedió entonces en mi andar que tropecé con la muerte de la soledad. Estaba seguro que aquella era mi muerte. Creí sentirme muerto por un momento pero solo confundí la muerte con el sentimiento de la felicidad. Y he aquí que me veo comprometido a explicar tan absurda confusión, pero esta es razonable si se recuerda que el único propósito en mi vida, para ese entonces, era morirme, y eso, lo único que me haría feliz. En el aislamiento de sus pasos apenas dejaba notar su presencia. No se interesaba por lo que ocurría mas allá de su armazón. Tanto así que cuando paso junto a mí, ni siquiera levanto la mandíbula para verme. Creo que no advirtió mi presencia. Fue entonces que percibí otras tierras. Distinguí, lo que parecía intacto de desastres, otro paraíso natural. Todo era un silencio absoluto. Confundí la tranquilidad de ese lugar con la paz de los muertos. Me percate de un rio cuyas aguas yacían mas inmóviles que los propios difuntos y con tropiezos bajé una pequeña colina para llegar hasta sus aguas; al llegar vi tantas muertes que parecían, en aquellas tierras, un hormiguero de Calaveras. Sin darme cuenta había llegado al paraíso de los inmortales donde viven todas las calaveras por la única razón de que el resto del mundo es tan mortal que hasta las propias calaveras corren el riesgo de estirar la pata.
-Busco mi muerte, quiero morir- le dije a la muerte más cercana.
-Ah Suicidio! cada vez que regresas dices lo mismo- contestó la calavera. Incliné la cabeza aún sin entender y vi los huesos de mis manos.
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