Que no te maten ellos
Por Javier Padilla
Se alcanzaba a distinguir en su cara líneas verdosas en la piel quemada por el sol. Una de esas venas cruzaba el boquete de la pistola. El frio del metal en el pellejo le volvió a recobrar razón en la seriedad de su propósito. Había perdido toda su familia a causa de la lucha. Apresaron a su padre en su jacal y dos días después lo encontraron colgado de un mezquite para el escarmiento de los demás. “Si haigan sabido que yo era su hijo a mí también me matan- eso pensaba a causa de los recuerdos -pero no me encontraron nada, ni la estampa que me regalo mi madre.” Cuando lo soltaron su madre ya no estaba. Nadie le supo dar razón.
Sabía que tarde o temprano lo vendrían a buscar. No le quedaban ganas de vivir. “Se sufre más” -pensó. Entonces escuchaba a su madre. “Para alcanzar la gloria de Dios hay que hacer muchos sacrificios”. Los ladridos de los perros opacaron aquella voz pero no lograron distraerlo lo suficiente como para que bajara el codo de la altura de su hombro. La puerta se abrió al primer culatazo y vio a dos soldados en la penumbra de la entrada que no esperaban encontrar a alguien y mucho menos con pistola en mano. Se acordó de su padre ahorcado pero desperdició la oportunidad y los tres tiros en el primer soldado.
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