16/1/11


Que no te maten ellos
Por Javier Padilla

Despertó con ganas de morirse. Se sentó en el bordo del lecho y las plantas de sus pies descansaron en el fresco del tepetate. Hubo veces que llegó a culpar a Dios de haber perdido a sus viejos, después se arrepentía. Con la espalda arqueada más bien por la mala costumbre que por los años que cargaba, apoyó el codo izquierdo sobre la rodilla y se estiró para abrir el cajón del buro. Sacó un revólver que descansaba encima de una estampa de Jesús con la insignia “Viva Cristo Rey”. Examinó el arma entre sus dos manos. Era una .45 que su padre había usado en los comienzos de la revuelta. “Si te agarran ya sabes que hacer;” le dijo y le dio el revólver, “no les digas donde esta el cura y no les des el gusto de que sean ellos los que te maten.” Estaba todavía tal y como se la había dado: con tres municiones en el cilindro. Entonces le invadieron los pensamientos. Titubeó en sus intenciones pues la conciencia le remordió con la cuestión de cometer doble pecado al quitarse la vida con la misma pistola con que su padre había combatido a aquellos que mataban a los que defendían a Dios. Sin embargo tomo el revólver con la mano diestra y se lo llevo a la sien.
Se alcanzaba a distinguir en su cara líneas verdosas en la piel quemada por el sol. Una de esas venas cruzaba el boquete de la pistola. El frio del metal en el pellejo le volvió a recobrar razón en la seriedad de su propósito. Había perdido toda su familia a causa de la lucha. Apresaron a su padre en su jacal y dos días después lo encontraron colgado de un mezquite para el escarmiento de los demás. “Si haigan sabido que yo era su hijo a mí también me matan- eso pensaba a causa de los recuerdos -pero no me encontraron nada, ni la estampa que me regalo mi madre.” Cuando lo soltaron su madre ya no estaba. Nadie le supo dar razón.
Sabía que tarde o temprano lo vendrían a buscar. No le quedaban ganas de vivir. “Se sufre más” -pensó. Entonces escuchaba a su madre. “Para alcanzar la gloria de Dios hay que hacer muchos sacrificios”. Los ladridos de los perros opacaron aquella voz pero no lograron distraerlo lo suficiente como para que bajara el codo de la altura de su hombro. La puerta se abrió al primer culatazo y vio a dos soldados en la penumbra de la entrada que no esperaban encontrar a alguien y mucho menos con pistola en mano. Se acordó de su padre ahorcado pero desperdició la oportunidad y los tres tiros en el primer soldado.

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