2/11/08

Luna Maria Nebbia

Encuentros de amor


     “¿Vendrá hoy?” se preguntó. Ansiosamente salió del cuarto de clases y su vista se adelantó, más rápido que su cuerpo, hacia la esquina 
donde siempre estaba cuando venía. Cuando su cuerpo llegó al cancel, vió que no estaba all
í. Respiró hondo y se dijo, “A la mejor viene mañana.”

     Mientras caminaba hacia su casa comenzó a recordar desde cuándo se veían de esta manera, a escondidas, y por sólo unos minutos cada semana. Recordó como en un tiempo, que ahora parecía tan lejano, no habían tenido que esconderse; cuando pasaban los fines de semanas juntos disfrutando de la vida, saliendo al parque, o conversando, yendo al cine o al museo, o a los parques de diversión. Qué hermosos esos tiempos. Nunca se hubiera imaginado que un día no podrían hacerlo más. También recordaba cómo después de esos tiempos sin restricciones había llegado otro tiempo en que sólo podían pasar la hora del almuerzo una vez por semana – cierto que era mucho menos el tiempo que podían pasar juntos, pero por lo menos disfrutaban de su mutua compañia durante una hora. Pero ahora eran sólo diez minutos cada semana. ¿Cómo es que había comenzó todo esto? Mirando hacia el suelo mientras caminaba se dijo, “Pero el día llegará en que nada ni nadie nos prohiba vernos.”

     Sin embargo se le vino al pensamiento aquel último día en que habían pasado la hora del almuerzo juntos, cuando se acercó aquella mujer y los separó, y caminaron hacia el cancel, y desaparecieron de su vista, sin un adiós, sin una despedida. Algo terrible había sucedido, y nadie le había dicho por qué se había ido, o si volvería, o si estarían juntos de nuevo algún día. Y por toda una semana había tenido esa incertidumbre, porque no se volvieron a ver sinó hasta la semana siguiente, que fue la primera vez de su primer encuentro en la calle.






     Las semanas habían pasado y los encuentros continúaban constantes. Sólo de vez en cuándo no venía por algún motivo. Pero sabía que en cuanto le fuera posible volvería, y se encontrarían, y caminarían juntos atravezando el parque, y se sentarían en la misma banca y conversarían por diez minutos, y se despedirían, y al fin de los diez minutos caminarían en rumbos opuestos, y voltearían la cabeza hacia atrás para decirse adiós con la mano, y caminarían diez o quince pasos y se volverían de nuevo dos, y tres, y cuatro, y muchas veces más para decirse adiós una y otra vez, hasta que estubieran tan lejos uno del otro que por fin se pierderían de vista. Pero en el fondo los dos sabían que se volverían a ver la semana siguiente... y por ahora, eso sería suficiente para regresar cada quien a su vida cotidiana, a la rutina de la semana, y contarían los días que faltaban hasta que se volvieran a encontrar en la misma esquina.

     “Hoy sí vendrá,” pensó y sonrió mientras esperaba ansiosamente el sonido de la campana a las tres de la tarde. Después de una eternidad, se olló la campana y se apresuró hacia la calle. Y sí, ahí estaba. “¡Ya lo sabía; aquí está; sí vino! Trató de disimular su alegría y se esforzó por no correr. Cuádo por fin estaban frente a frente se abrazaron con ternura, se sonrieron uno a otro, se saludaron, se preguntaron, se contestaron, se sentían felices. Caminaron por el parque, y como otras veces, se sentaron y se tomaron de la mano y se platicaron las novedades de las últimas dos semanas que llevaban sin verse. Los diez minutos se les hicieron diez segundos y se llegó la hora de la despedida, y las sonrisas se borraron de sus caras.
     “¿Qué te pasa, por qué te pones triste?” le preguntó. “Volveré la semana que viene, como casi siempre; tú sabes que vendré,” le aseguró.
     “Sí, yo sé, pero siempre me da tristeza cuando nos despedimos...” dijo mientras miraba hacia el suelo, luego continuó, “... Pero si mi mamá es tu hija, ¿por qué no hace ella lo que tú le dices? Yo siempre hago lo que ella me dice,” preguntó al no comprender por qué tenían que ser las cosas de ese modo.
     “Mijo, los adultos somos muy complicados; un día comprenderás,” le respondió.
    De pronto sus ojos se iluminaron, y con una nueva sonrisa dijo, “¿Pero sabes qué, abuelita? Sólo me faltan seis años para cumplir los dieciocho. Entonces mi mamá ya no podrá separarnos.”
    “Sí, mi muchachito, solamente faltan seis años.”


Feb. 2007

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