La nostalgia es un tema que siempre me ha parecido muy interesante y valga la redundancia, sumamente triste. Los inmigrantes en especial tendemos a ser nostálgicos. Recordamos con frecuencia los años de la infancia, a nuestros abuelos, tíos, primeros amores, mejores amigos y hasta el rinconcito de la esquina en donde vendían los mejores helados. Parece que algo nos sucede por dentro cuando cruzamos la frontera o en muchas casos las fronteras. Es una profunda nostalgia que algunos combaten con borracheras que desencadenan sus lenguas, hablan sin parar de su infancia y llaman a la casa de sus abuelos, sabiendo de antemano, que tal vez ya nadie les va a contestar.
Para unos la nostalgia es algo pasajero, ya que tienen la oportunidad de volver cada año de vacaciones a su país. Se gastan el dinero que no tienen en regalos para presumir que les ha ido muy bien y que son extremadamente felices, aunque al regresar se enfrenten a la dura realidad del dinero plástico.
Para otros, la nostalgia es interminable, es caro y peligroso cruzar la( s ) frontera (s). Así que se pasan las fiestas de fin de año y veranos sin sus seres queridos. Viendo fotos, cocinado su platillo favorito y convenciéndose que todo el sacrificio vale la pena, que algún día serán felices y vivirán en el lugar que aman, sin fronteras, sin miedos. Se aferran a ese pensamiento en las horas interminables del trabajo, donde se enfrentan a discriminación, un sueldo mínimo y vuelven al tufo de su diminuto departamento.
También están los jóvenes en las preparatorias y universidades que viven con el temor de ser deportados, sin tener la oportunidad de terminar sus estudios. Probablemente hay filósofos o escritores que han escrito acerca de esta tema de forma más elegante y profunda, yo por mi parte lo único que puedo afirmar es que me he codeado con seres llenos de nostalgia, lo suficiente para poder afirmar: que la nostalgia duele.
Lo veo en los rostros de mis coterráneos u otros latinoamericanos que cortan el pasto en alguna casa elegante, con machete en mano, pero pensando en sus hijos y esposa que siguen en algún lugar de Latinoamérica. Lo veo en los rostros de los hinchas en el Home Depot Center donde ven a las chivas del Guadalajara, al América, a la selección de Guatemala o la de Chile; hombres y mujeres que se reúnen a echar porras de este lado cuando en realidad lo que les gustaría sería estar haciéndolo en su estadio nacional.
Duele, porque no sólo tienen que lidiar con esas lagrimas en la madrugada o cuando ven su bandera mecerse en la televisión en celebraciones de independencia. Sino que tienen que esconderse, sufrir de discriminación, darse una rápida vuelta en U cuando ven un retén policial en la esquina de la Beverly y Garfield, comprar un seguro social falso para poder trabajar y mandar remesas; ahorrar para pagarle al coyote y así traer a su esposa e hijos. Veo esa nostalgia y dolor en el rostro del viejo ebrio que pide una moneda en la salida de cualquier tienda y que entre sollozos dice, “Linda, deme pa’ el camión. Yo mejor me regreso a mi pueblo, Dios se lo pague”.
Lo veo en rostros, que no son nada "aliens" o ilegales. Hombres y mujeres que llegaron aquí por distintos motivos, pero que al cruzar esas fronteras se bañaron de nostalgia. Esto es sólo mi opinión. Sin embargo, cuántas veces no has comprado un raspado en la Placita Olvera, te has sentado en el coliseo de Los Ángeles o has visto una fila de personas que les están pidiendo su identificación y al verte en el retrovisor te das cuenta que tu rostro al igual que el de ellos está invadido de tristeza.
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