18/5/08

Raúl González

   La bailarina daba vueltas. Una tras otra. Era la reina del lugar. Todas las miradas fijas en ella. Su acompañante, con traje azul, era invisible fuera de la luz que caía sobre ella. Llevaba un color rosa, pero no un rosa aniñado, sino un rosa de mujer, de diosa. En esos momentos el ruido no existía. Sólo existía ella. La luz también era invisible frente a los ojos de la bailarina que iluminaban todo. Y yo, que la odiaba recordé por qué la quise tanto, por qué aún la quería. Nunca le pude escribir la carta de despedida que le quise escribir, sino que le escribí, mejor dicho,                                                                                                                                                                         
le entregué mi corazón lleno de rencor, de dolor, de rabia. Podría haberla odiado toda la vida, pero en esos momentos la abrasé con todas mis fuerzas, como la había abrazado tantas veces. La miraba desde lejos, desde el otro lado del salón, pero la sentía tan cerca. Le sonreía y de nuevo era feliz, pero ella no me miraba. No sabía que yo estaba allí. Ella sólo bailaba y daba vueltas. Una tras otra. Como cenicienta, como una princesa que había encontrado su príncipe azul, como una doncella que desconocía todo el mal que yo le había enseñado, sin esas lágrimas que a mi lado había llorado. Como si hubiera olvidado todo lo que había vivido conmigo, y por eso tal vez la odié, porque ya no sufría tanto como yo. Al terminar de tocar la orquestra y cuando el lugar se sumergió de aplausos, quedándome con las ganas y con la pistola en la mano, salí a enfrentar la noche empapada y a empaparme de la única compañía que me quedaba, la soledad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo bailo contigo...