2/11/08

Raúl González

     Éramos dos extraños en un lugar extraño. Vagando la ciudad como dos fantasmas que no saben que están muertos. Eran las 5 y amanecía con la calma con la que amanece una noche después de carnaval. Ella se desnudaba los ojos dejando caer las gafas sobre la mesa del bar de alguna calle paralela a la calle Montera al que habíamos entrado para escapar del frío de las madrugadas de Madrid. Estábamos agobiados y muertos de hambre, pero solo teníamos para las dos cervezas que yo ya pedía con la mano, las últimas dos de la noche, antes de quedarme dormido bajo un árbol, o en cualquier rincón en donde no pasara mucha gente. Nos sirvieron dos cañas y unas tapas de cacahuates viejos. No nos dijimos nada mientras dejábamos que las manos se nos calentaran, como si las necesitáramos para hablar, como si fuese delito abrir la boca con las manos frías. Las únicas señales de vida en aquel momento las daban una pareja que probablemente no eran pareja. Mas bien debería decir, las únicas señales de vida venían de un señor de mediana edad que le susurraba sabe que tanto a una joven marroquí que intentaba mirarlo a la cara sin tener que mirarlo a los ojos. ¿Extrañas París? le pregunté solo por decir algo, pero ella no me contestó y le dio un sorbo a la espuma. Me pidió que mejor le contara sobre Ámsterdam otra vez, su ciudad favorita a la que nunca había podido ir. Le conté sobre las miles de bicicletas que habitaban la ciudad, de los canales y de los barcos en donde vivían los holandeses, que se distinguían por las macetas que la gente colgaba por fuera: intentos fallidos por hacerlos menos barcos y más casa. Yo desbarataba una servilleta mientras reproducía la niebla que ocultaba los balcones de los edificios más altos con el vapor que se me escapaba por entre los labios. Unos labios desgarrados por un continente antiguo. Un continente, le dije, que se me clavó, con el agua del museumplein, por entre mis Converse rotos. 


     La marroquí y su acompañante habían desaparecido sin darme cuenta. Alcancé a decir, antes de que encendieran la luz del bar (Forma default de comenzar a cerrar), que estaba cansado y que ya no era el mismo. Nada es lo mismo me respondió y se terminó la cerveza de un trago. Le dije que no tenía donde dormir, o tal vez fue ella la que me preguntó que si tenía donde dormir. Le dije que no, pero que no se preocupará. Entonces me quedo contigo hasta que salga tu camión, interrumpió levantando su bufanda y su chamarra que había dejado en la mesa junto a nosotros. ¿Piensas regresar? Me preguntó después de un rato de caminar en silencio. No lo sé todavía, le dije. ¿Vas a extrañar todo esto? No lo se. Para entonces ya era de día y Madrid empezaba a tomar vida, un peatón a la vez. Con la luz, caminar sin rumbo alguno perdía todo sentido. Nos sentamos recargados en una pared que daba a un parque. Yo también quisiera largarme dijo ella, no a mi exactamente, ni a ella misma, más bien parecía decirlo al viento, sin darse cuenta, desde lo más profundo de su alma. ¿Extrañas París? le dije, olvidando que ya le había preguntado sin recibir respuesta. Me tomó la mano enredando sus dedos entre los míos y acomodó su cabeza sobre mi hombro. No es que extrañe París, me dijo bostezando, sino que extraño no estar aquí.






1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola niño!!
Sabes en serio me encanta como escribes, y se que si sigues asi llegaras muy lejos!!
Ojala tengas mucha suerte en todo lo que hagas!!
Ya quiero ir por las gonvill y ver un libro tuyo publicado (mas bien una saga) y acabarmela en una semana jeje!
Cuidate mucho!!

Atte: Edith!