29/3/09

Alejandro Barco-Alumni

La máquina del sueño
Como tantas noches, la puerta metálica se aseguró automáticamente mientras mi hermano el científico se me acercaba para conversar. Esta vez, me había confrontado con mucha convicción. Luego de esa conversación lenta e informativa quedó todo aclarado. Según él, nada fue improvisado y todo estaba experimentándose de forma controlada y dentro de un marco estrictamente secreto. A través de su meticuloso procedimiento en sus tareas diarias logró excelencia en muchos campos científicos. Tanto reconocimiento profesional lo convirtió en un ser casi manipulativo, su pensamiento y accionar lo delataban un ser perfeccionista y ansioso de control. Era un maniático al que le gustaba contar los componentes de interminables fórmulas y todas las mañanas contar pasos al caminar a su auto ... si al llegar no lo hacía en un número par… procedía a abrir la puerta del pasajero primero. Su proceder no era cabalístico ni enfermizo, era total convicción. Entendí que esas eran actitudes de los genios y comportamientos de unos pocos. Su ética profesional fue siempre intachable, pero ante la menor duda era siempre sobreprotegida por los grupos élite. Gran juego de palabras me dio esa noche para sintetizarme todo lo sucedido en 4 palabras: La máquina del sueño. Me adormecí en sus palabras, pues ya nada me estimulaba en la noche, ni me sorprendía. En pocas horas, la luz del día me delinearía otro día de trabajo en el salón de clases. Me levanté con el pie derecho, me cambié y desayuné rápidamente dos mordiscos de un sándwich antes de partir hacia la Escuela Secundaria Belgrano. Estacioné mi auto, caminé hacia el aula y empecé mi rutina diaria. El paso de los estudiantes no me impedían escuchar la radio local que comentaba del peligro inminente de bombardeo que tenía la ciudad. Esas famosas maquinitas del sueño hacían de nuestra ciudad un blanco fácil para los enemigos y por eso la mayoría de la gente vivía en la húmedad del subsuelo. Esa mañana el silbido veloz de una de trece mini-bombas atómicas cayó en una de las calles principales de la escuela. La encarnizada violencia desató el pánico enderedor mientras el subsuelo rezaba por el fin de la locura. Aterrorizado manejé endemoniado en búsqueda de mis dos niños Flavia y Carlitos, al tiempo que escuchaba por la radio del auto las entrecortadas noticias de lo acontecido. Solamente avancé 4 cuadras, mismas que habían sido invadidas por gente ensangrentada y enloquecida por una guerra que era inevitable. Decidido a enfrentar lo peor, salí de mi auto y corrí 23 cuadras a infinita velocidad hasta llegar al apartamento donde mis hijos eran cuidados por su abuela. En medio de la ciudad envuelta en el sonido ensordecedor de sirenas y alarmas, subí en 4 saltos la escalera al tercer piso y toqué el timbre de la puerta 3G y … esperé una eternidad. La anciana abrió la puerta. El pánico me envolvió porque desde ese cuerpo frágil de labios finos y morados, de cabeza blanca y mirada perdida, escuché lo ilógico e incomprensible. Su voz raspada por los años juró no conocerme mientras sentada en un viejo sofá me comunicaba tácitamente que su esposo también sufría de un caso único de Alzheimer. Enloquecido, puteando mi desesperación y totalmente desconectado de mi alrededor, alcancé a divisar una patrulla de policía. El oficial procedió a tomar mis datos y mi dirección. La computadora de su patrulla no registraba mi domicilio cuando noté que ese joven policía era un conocido de la cuadra donde yo vivía. Resuelto a asistirme, intentó tranquilizarme al decirme que no habían reportes de niños heridos en ningún hospital y que el sistema alerta antimisiles ya había sido activado. Entré en la patrulla, hablamos muy poco, todo lo decía el wakitoki y el radio local de la patrulla. Se aseguró de que se dirigía al lugar correcto por lo que me preguntó por las calles de la esquina de mi domicilio. 

- Vivo en Carlos Berg 1324, en la esquina con Rivadavia. 
- Repita por favor, ¿cómo me dijo? – preguntó el policía, alertado por lo que había escuchado. 
- Mi casa está en la esquina de Carlos Berg y Rivadavia – respondí. 
- No puede ser. Yo vivo en ese barrio hace 13 años y sé perfectamente que esas calles no se cruzan. 
- ¿No recuerda Ud. que ahí vivía Salomé, “la fácil”? – intenté establecer algo en común. 
- Sí, por supuesto que la recuerdo pero … aquí hay algo raro - comentó mientras miraba su computadora. 
- Bueno oficial, yo vivo ahí donde le dije. A lo mejor, Ud. está confundido – le repliqué, incrédulo por la situación. 

Luego de 5 minutos, el joven policía me esposaba y me dejaba saber mis derechos de ciudadano, también me hizo lectura del artículo 178c del código 96 para habitantes residentes de esta ciudad en particular. Mi destellada embestida por las calles, esa llamada a gritos que dice el policía haber recibido de esa anciana olvidadiza, y mi dirección incompatible con su razonamiento, fueron razones suficientes para que él me sospechara peligroso y me insertara en una celda. Desperté observando el blanco cielorraso pintado de hermosos ángeles, escuchando melodías en mi memoria, comentarios, llantos y lamentos de gente conocida. Yacía en un féretro pero no lo lograba comprender; ¿estaría muerto? pensé, mientras me despertaba desesperado y algunos a mi alrededor se desmayaban ante tamaño acontecimiento. Me encorbé para salir en busca de Flavia y Carlitos quienes envueltos en llanto no lograban asimilar lo que veían y la realidad que los golpeaba. Su madre se persignó velozmente, les dijo algo, los abrazó y los llevó raudamente hacia la salida del templo. En ese mundo de gente confundida, el cura rezaba a más no poder por el milagro ocurrido mientras yo, maldito ser irracional, quedaba estupefacto. Unas manos me alcanzaron agua y al primer sorbo entré y salí de mis cabales, de mis sentidos, de ese mi cuerpo y mente que podían soportar tragedia y desolación. Como la gota de agua que rebalsa el vaso, mi cuerpo entero sintió vida como por primera vez y totalmente invadido sucumbió muy lentamente. Cuando de ese episodio nunca pude salir, la guerra en la ciudad había llegado a su fin. La imagen de mi hermano se propagaba por el mundo que lo reconocía como propulsor de paz a través de su conocimiento de la mente humana. Todo acontecía mientras sus asistentes me acomodaban, una vez más, en esa cruel cabina con cama metálica y dobles paredes, selladas en acero para mantenerlo todo en secreto. Siempre en busca de mi felicidad soñaba de mi pasado, pero en mis venas me intuía esclavo de esa maquinaria que me atrapaba y poseía sin piedad. Yo, víctima de esa maldita máquina de cableados laberínticos y circuitos inmorales…maldito aparato!...maldita puerta metálica que en su cierre automático me anticipa otro sueño...maldito maniático que ya en sus pasos reconozco y, una vez más, se acerca hacia mí. 





Biografía del autor:
Soy nacido en Argentina. Llegué a Estados Unidos hace ya 18 años y luego de pasar por LACC y GCC finalmente me pude graduar con B.A. de Cal State Los Angeles. Actualmente soy maestro de Español en el distrito de Burbank. Disfruto de la lectura en inglés y español, del cine y del fútbol y del tenis. Próximamente, espero ser aceptado por Cal State LA para poder continuar mis estudios y lograr un Master's en Español. Un pasatiempo que he descubierto hace años es la escritura, la cual me funciona como terapia o no, todo depende de lo que quiera escribir!! Me gusta coleccionar partidos de fútbol y sueño con viajar por México y Sudamérica. Espero disfruten de mis trabajos, que tienen como fin colaborar con esta organización de estudiantes universitarios.

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